Por hoy, agradecidos

Por hoy, agradecidos
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Tania Tinoco Márquez (columnista)

Cuando mi amigo José Alejandro ha perdido a su padre, lo llamo para decirle –lo siento-, consciente de que no hay palabras que puedan calmar su dolor; apenas intentar que no se sienta solo en este momento en que las despedidas no existen. José Alejandro fue afortunado porque pudo darle sepultura en un camposanto… Tuvo la bendición de acceder a una tumba y que el féretro tenga al menos un crucifijo como señal de creencia en la vida eterna. Por desgracia, son cientos o quizás miles los deudos que no han podido participar en un rito de -adiós- para sus familiares, teniendo que resignarse a las sepulturas masivas.

Aunque el Gobierno está intentando proveer dignidad a estas exequias comunitarias, las veo como un acto marcialmente siniestro, porque lo llevan a cabo uniformados y no los deudos. Agentes de la Comisión de Tránsito del Ecuador hacen acopio de los cuerpos. Piquetes de policías los acercan ordenadamente a los camposantos previamente designados; militares los colocan uno a uno en las bóvedas habilitadas, que se cuentan por cientos. Los sepultureros asisten medio tapados con pañuelos; miran adustos a los deudos doloridos. En las afueras se oyen gemidos, se ven ojos llorosos en los rostros con tapabocas. La operación de los uniformados se replica una y otra vez, en silencio, roto apenas cuando termina un turno y empieza otro.

En las redes sociales leo críticas por los ataúdes de cartón y puedo entender el reclamo. Pero si no hay suficientes cajas mortuorias, ¿cómo se procede? En un video casero oigo en cambio a una nieta dar gracias por ese ataúd de cartón, que era lo mejor ante la posibilidad de que el cuerpo se pierda, como ha ocurrido en hospitales de Guayaquil, en este desborde de los servicios de salud.

Antes de sentarme a escribir estas líneas, me armo de valor para enviarle un mensaje por Whatsapp a mi amigo José Alejandro que sigue de luto. Tengo la intención de forzarlo a encontrar otro sendero para el consuelo: Un camino que lleva como nombre –gratitud-. Sí, gratitud por haber tenido un padre así. Esa gratitud aplicable también a una madre, un hermano, un hijo que se nos han adelantado, y que nos ofrecieron amor en el tiempo que pudieron compartir con nosotros.

La tragedia que vivimos puede no dejarnos espacio para hallar esa gratitud, pero insistamos. Si lo pensamos bien, es una bendición cada día divisar el sol y sentir su calor; mirar los ojos de seres amados, sentarnos con comida a la mesa y saber que al menos hoy, todo está cubierto.

Los sabios aconsejan reiteradamente no caer en la trampa del mañana; no esperar que llegue el día perfecto para decir y hacer las cosas que siempre quisimos. Quizás el día perfecto no existe, quizás el mañana no llegue nunca.

Mi hija se burla porque me he puesto aretes nuevos para comer en la cocina; le respondo que no voy a esperar para estrenarlos, ¿qué tal si no puedo? Entonces cambia la expresión de su rostro y aprovecho para recordarle que esta pandemia nos ha hecho recordar de muchas formas que somos iguales: Ni el más pobre ni el más rico está exento de ser potencial víctima del coronavirus.

Aprovechemos el hoy, le digo al final de la conversación antes de que vuelva a su cuarto, y le agradezco por ser –la alegría de la casa- aun cuando me saque canas verdes con sus perritas malcriadas que no respetan ni siquiera mi cama.

La gratitud debe abrazarnos como familia, más aún cuando sus miembros seguimos completos y unidos cruzando en bloque este túnel llamado coronavirus. ¿Cuándo terminaremos de pasarlo? Quién sabe. Mientras espero no puedo cansarme de decir gracias. Una y otra vez, gracias.

Tomado de diario Expreso

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