La izquierda (anti)democrática

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Por: María Dolores Miño

El derecho a la libertad de expresión constituye, en palabras de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la piedra angular de cualquier sociedad democrática. Las ideas y opiniones, cuando se comparten de manera libre, se constituyen en ladrillos que van fortaleciento la estructura de todo Estado de Derechos como el nuestro, y contribuye a la formación de una opinión ciudadana informada y capaz de tomar decisiones responsables sobre las cuestiones que les afectan.   De ahí, la importancia máxima de precautelar la facultad de todas las personas de decir lo que piensan, sin miedo a ser objeto de castigo o retaliaciones por ello.

El derecho a la libertad de expresión goza de una protección reforzada cuando las ideas y opiniones que se comparten se refieren a temas de elevado interés ciudadano, como aquellas que tienen que ver con lo que ocurre en la esfera política. Este tipo de discursos se entienden como “especialmente protegidos” en el ámbito del derecho internacional de los derechos humanos, y la posibilidad de imponer sanciones por ello son prácticamente inexistentes. 

Cierto es, el derecho a la libertad de expresión tiene límites, y cuando alguien hace un ejercicio abusivo del mismo, puede ser sancionado, si el ente que sanciona logra demostrar que el discurso violó un bien jurídico imprescindible, afectó derechos de terceros, o alteró de alguna manera el orden público.  Sin embargo, el solo hecho de que a alguien le incomode o le ofenda un discurso, no implica que éste sea abusivo, pues el derecho a la libre expresión protege incluso aquellas expresiones que causan molestia u ofensa. En tal virtud, quienes ostentan cargos públicos, por la naturaleza de sus funciones, deberán soportar un nivel mayor de escrutinio, lo cual incluye también tolerar  críticas, comentarios displicentes, acusaciones, e incluso- ha indicado en algún caso la CIDH- insultos. Una democracia vigorosa así lo exige.

Me disculpo  por esta larga explicación teórica, pero resultaba  imprescindible tener claro estos conceptos,  para entender lo grave que resulta expulsión del asambleísta Alejandro Jaramillo del  partido Izquierda Democrática, donde hasta ayer militó.  Su expulsión constituye una clara violación al derecho a la libre expresión, y  como ciudadanos respetuosos y vigilantes de la Constitución que somos, estamos en el deber de denunciar esta arbitrariedad a viva voz.

Con el mayor de los desparpajos, y haciendo gala de profunda ignorancia, la señora Carmen Paucar, quien preside el Consejo de Ética y Disciplina de la ID, pretende justificar tal atropello alegando haber verificado la existencia de comentarios desde la cuenta personal de  Twitter del asambleísta,  así como declaraciones en varios espacios de entrevistas, contra miembros del partido,  y que, a su criterio,  tales declaraciones generarían (ríanse conmigo) “(…) infracciones contra “el prestigio” del partido. Esto violaría, dice Paucar,  el artículo 72 del Estatuto del Partido, que impide a los militantes criticar al partido o a sus postulados. Una norma mordaza, que exige que sus militantes sean autómatas sin criterio, ni más ni menos. Riamos para no llorar.  

Es  inaceptable que un partido político que existe por obra y gracia de la democracia, actúe atropellando uno de sus pilares fundamentales: la libertad de expresión. Este derecho, – entérese señora Paucar- asiste incluso a los militantes del mismo, y no permite más restricciones que aquellas razonables y necesarias para la protección de bienes jurídicos reales, no inventados o incorrectamente atribuidos. En este aspecto, sorprende que quienes pretender dirigir el país ignoren principios tan básicos, como aquel que indica que las instituciones y personas jurídicas, al no ser seres humanos, no ostentan el derecho al honor, y que hacer invocaciones en este sentido para imponer sanciones tan graves como la destitución del partido, viola el derecho a la libre expresión.

Le sugeriría a la señora Paucar que lea la sentencia del “Caso la Hora”, donde la Corte Constitucional indicó en 2019 que las personas jurídicas no pueden ser titulares al derecho al honor, ni pueden alegar afectaciones a éste como excusa para atropellar la libre expresión, pero sé que perdería mi tiempo.  No espero razonamiento ni respeto por la Constitución de políticos que actúan de manera tan visceral y arbitraria.

Si algo pone por los suelos la imagen de la ID,  es esta antijuridica expulsión,  que claramente pretende castigar de manera inconstitucional  y desproporcional a uno de sus militantes. Uno de los pocos- dicho sea de paso- que ha realizado una participación en la Asamblea consistente con las obligaciones del Estado en materia de derechos humanos,  y que, a diferencia de la mayoría, no ha legislado desde la ignorancia o el circo. No me extrañaría que esta sanción responda a otras razones, como por ejemplo, al hecho de que Alejandro Jaramillo fue uno de los principales gestores de la Ley para la Terminación del Embarazo por Violación, y que aquello, en este país machista e ignorante, implica para muchos, ser expulsados de nuestros espacios de militancia y trabajo. No sería la primera vez, que en Ecuador se pide la cabeza de alguien por defender DDHH. Espero que mi intuición esté equivocada en esto, aunque lo dudo.

A Alejandro Jaramillo su propio partido le ha coartado su derecho a la libre expresión. Pero ese partido, en su calidad de persona jurídica privada, no puede actuar al margen de lo que dispone la Constitución, que afortunadamente permite activar acciones de garantías contra privados que los atropellan. Con respecto a la ID (no todos sus integrantes, por supuesto), no hace falta decir que su “imagen” estaba por los suelos ya desde hace rato, gracias a su cabeza visible, envuelta en escándalos de corrupción, exabruptos contra activistas e incoherencias en su discurso, cuestiones que, curiosamente, no han sido tratadas por comité ético alguno. ¿Extraño, no les parece?

Tomado de diario El Telégrafo

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