Aprender
Nelsa Curbelo Cora (columnista)
Temo mirar el celular y encontrarme la noticia de que alguien querido, conocido, admirado, ya partió. Me conmueve al extremo que sus deudos no sepan cómo devolver el cuerpo a la tierra y que no puedan despedirlo. Y que no puedan recibir el abrazo, el hombro, la compañía solidaria y empática de quienes comparten su dolor. Que los días posteriores deban permanecer solos o con muy pocas personas que las rodeen físicamente y de alguna manera sean el cobijo y la ternura que necesitan aunque no la pidan.
Generalmente no iba a los velorios, salvo cuando eran personas muy allegadas o había sucedido algo que me conmovía. Me acercaba y en silencio permanecía junto a sus deudos. Sentía que el silencio era la mejor manera de estar y acompañar. Resultado de este encierro y esta experiencia traumática, si aún permanezco respirando cuando superemos esta catástrofe, iré a todos los velorios de personas conocidas y allegadas, por respeto, para despedirlas, para significar que me importan, para rendir homenaje a sus vidas. Porque no siempre es bueno estar solo cuando el dolor nos invade.
También he aprendido a cocinar más despacio. Amo hacerlo. Me fascina observar las legumbres, tenerlas en las manos y pensar cuánto tiempo le ha llevado a la planta hacer un tomate, que sin muchas contemplaciones engullimos. En la casa en que vivo, en un resquicio entre la pared y el suelo, una mata ha logrado nacer y crecer. Ahora orgullosamente exhibe sus flores que convertirá en hermosos frutos. Pero casi no tiene tierra y los soles intensos de estos días marchitan sus ramas y sus hojas. La regamos y le hemos fabricado un pequeño toldo para que no sucumba al calor. La cuidamos y pienso, si esta planta fuera la única que descubrieran en Marte, sería una noticia extraordinaria.
Cuando lavábamos las habas traídas del mercado, una adolescente se asombraba del cuidado que la planta tenía con sus semillas. Cada vaina tenía varias que parecían dormir rodeadas de un terciopelo blanco que las protegía de golpes y temperaturas extremas. Su asombro era inmenso. Comimos las habas con mucho respeto. Y las papas, llenas de tierra, diferentes a las del supermercado, todas ellas acicaladas y lavadas. Aquí ese trabajo lo tuvimos que hacer nosotras, mientras descubríamos alguna de ellas herida por el golpe del azadón en momentos de cosecha. Hablamos de sus cultivos en los páramos, en medio de la bruma y el frío. Quedaron relucientes, las extendimos al sol sobre un papel para que se sequen y cuidamos que no las sorprenda la lluvia que se avecinaba. Al comerlas nada se desperdició. Fue un rito cocinarlas y pensar en la tierra, las plantas, los campesinos, el transporte, la venta, y la persona que las trajo enfundada en mascarillas, guantes, lentes y gorros, que hicieron posible que ahora nosotros disfrutemos su textura y su sabor.
Cuidar la casa, lavar la ropa, cocinar, no tiene nada de rutinario, y demanda mucha creatividad, si a eso sumamos cuidar niños pequeños de diferentes edades, ese trabajo no es menos valioso que el de un arquitecto, un abogado o cualquier otra profesión. Las mujeres somos generalmente las que nos ocupamos de esas tareas, no menos importantes que las demás. Quizás ese sea también un aprendizaje colectivo de estos días de miedo e incertidumbre, de dolor y espera. (O)
Tomado de diario El Universo